jueves, 12 de julio de 2012

El zumo de un clochard

"Heredé una botella de ron de un clochard moribundo" (Joaquin Sabina)

 La absenta terminó con cuarenta años de malos versos escritos en servilletas de bar rodadas por los Cafés de París. El policía que encontró el cuerpo del poeta muerto rescató un viejo bloc de sus bolsillos. El policía dejó el cuerpo y triunfó como escritor. 

 ©Marcos Callau

jueves, 15 de marzo de 2012

Cena con un seudónimo


Don Raúl Mateos era un hombre muy conocido en su casa a la hora de comer y en ningún otro sitio más. Entre sus aficiones destacaba la de escribir, escribir mucho. Escribía en los Cafés, en su habitación, en la biblioteca, en cualquier lugar donde hubiera un pedazo de papel. Su segunda afición era perder concursos literarios. Siempre perdía pero él seguía presentándose. Concursaba siempre con el seudónimo de Mateos Garcías, aunque en ocasiones lo había alterado por Mateo de Garcías o Mateo de los Garcías. Últimamente se había presentado a la flor de su ciudad natal, un premio que otorgaba el diario local. No esperaba ganar. Como tampoco esperaba nunca triunfar en su tercera y definitiva afición: el amor de Flora. Flora era una muchacha hermosa, frágil, delicada y muy apetitosa, que vivía justo frente a su casa. Le escribía cartas todas las semanas y Flora las rechazaba de tal modo que hasta había llegado a amenazar a Raúl si volvía a escribirle.

Pero llegó una mañana insólita, lluviosa pero brillante, en la que el periódico local anunciaba en su portada que Mateo Garcías había ganado la flor de Villanueva del Perdedor. Don Raúl bajó corriendo al quiosco y compró tres ejemplares del diario. Dos para él, uno para su madre. Pero, mientras Raúl se alejaba del quioco, vio cómo Flora compraba un diario y leía atentamene el relato ganador del hoy ya famoso escritor Mateo Garcías. Sin pensarlo dos veces, don Raúl escribió una carta dirigida a Flora y firmada con su flamante seudónimo. En la carta citaba a Flora para cenar en el mejor restaurante de la ciudad.

Cuando llegó la noche y la hora de la cena don Raúl llegó deliberadamente temprano pues quería ver lo bonita que Flora se había puesto para él. Así, aguardó en un reservado desde donde se veían las mesitas del restaurante hasta que llegó ella. Cuando Flora se hubo sentado don Raúl Mateos salió del reservado y se presentó sonriente:

"Hola preciosa. Yo soy Mateo Garcías", dijo. Flora se levantó de golpe con un salto hacia atrás. Acto seguido llamó estúpido, gritando a Raúl y desapareció. Después de todo, a Flora nunca le había gustado cenar con seudónimos.


© Marcos Callau

miércoles, 8 de febrero de 2012

EL HOMBRE SENTADO

       
      No había podido pegar ojo en toda la noche. Todo el tiempo estuve pensando en ella, imaginándola en brazos de otro hombre. Creo que todo empezó recordándola en mis sueños pero hoy su ausencia es tan cruel que ya no me deja ni soñar. Solo tengo que pisar la calle para recordarla, en cada esquina compartida, en cada semáforo con beso incluido, en cada banco del parque. Ella está en cada rincón de esta ciudad y a la vez, demasiado lejos de aquí.

         Después de cruzar la madrugada en vela, decidí bajar a la calle para desayunar en una taberna irlandesa que acaban de inaugurar justo al lado de mi casa. Tras el café, para despejarme, salí a dar un paseo tan largo que la tarde se abalanzó sobre mí sin llegar a darme cuenta. Era una de esas tardes grises de diciembre en las que anochece tan pronto que toda la ciudad parece mimetizarse contigo en una actitud osadamente camaleónica. Mis pasos, más o menos certeros, me llevaron hasta un lugar conocido como Plaza de la Torre Nueva donde se eleva la iglesia de San Felipe y a su lado, un monumento a una torre hoy ya inexistente. En su lugar se colocó la figura de un hombre sentado en el suelo, que admira el hueco donde debía estar la torre. Esta figura sedente siempre me ha recordado a mí mismo porque lo único que hace es soñar y admirar el pasado, lo que ya no puede tener. Cuando hoy, de nuevo, me he encontrado en esta plaza he podido comprobar que un viejo camión de reparto se interponía entre el hombre sentado y su objetivo imaginario. Después de esta imagen tan desalentadora fui a cenar algo en uno de esos maravillosos establecimientos de la cercana calle Méndez Núñez. Al terminar, volví a la plaza para comprobar que, efectivamente, el camión seguía ahí pero el hombre sentado había desaparecido. Así de triste es esta ciudad al anochecer, pues hasta una estatua puede dejar atrás el pasado, antes que un hombre. Así de triste es esta ciudad de la que, sin embargo, estoy enamorado pues sé que mis pasos, más o menos desafortunados, caminarán eternamente sus grises calles de trémulos recuerdos.

©Marcos Callau