jueves, 31 de enero de 2013

Lucía



           Al despertar comprobé que la mañana era lluviosa. Una ironía para comenzar mis quince días libres que me quedaban por gastar como vacaciones del año. Aún así me armé de valor y decidí salir a la calle para enfrentarme con esta estancada vida mía que, ya hace algún tiempo, va añorando un acontecimiento que la despierte del largo y tedioso letargo. Rescaté mi gabardina estilo Bogart que guardaba en el armario para el invierno y en lugar de paraguas, escogí un sombrero de esos que al ponértelo pareces estar de fiesta y cachondeo con los amigos. En los años cincuenta, si llevabas un sombrero de estos, eras un tío elegante y con clase. Hoy eres raro. Pero yo ya vengo siendo raro mucho tiempo y "el que dirán" lo dirán siempre. Los tiempos cambian y yo, por mi parte, hace mucho tiempo que me siento como si fuera Rod Taylor sin encontrar la época adecuada. Así que sigo dando tumbos. Una vez en la calle el día era frío y evitando aglomeraciones humanoides, entré en un rincón de la ciudad que adoro particularmente por parecer estancado e impasible ante el paso del tiempo. Allí encontré mi refugio en un antiguo Café que solía estar habitado siempre por señores de edad muy superior a la mía pero que poseía algo especial que me hacía sentir en casa. Mi bebida matutina fue un café cortado y mientras observaba a las personas pasar a través del cristal y del lienzo transparente de la lluvia, dibujé mi propio cuadro y empecé a soñar con un mañana mejor. Suelo soñar despierto para olvidar las pesadillas que me persiguen mientras duermo pero, en cualquier caso, mis sueños nunca se cumplen. Así, en el momento que intentaba predecir mi futuro en el negro rastro del café, desperté de súbito al fijar mi atención en un ángel que había abandonado el riachuelo callejero para atracar en una pequeña mesa apartada de aquel Café. La edad de la joven no rebasaba los 35 y su rostro aniñado era Dorian Grey en un sueño hecho realidad, sin necesidad de pactos maléficos. Mientras la muchacha sostenía con una mano la taza de café y con la otra el periódico que atraía su lectura, yo leía su cara preciosa y sus labios rojos, entreabiertos, que dejaban al descubierto una leve sonrisa de nieve. Sus mejillas sonrosadas estaban enmarcadas por una melena de noche que me hacía desear que no existiera el día. En ese momento ella levantó sus enormes ojos sinceros y su mirada náufraga encontró a la mía en la isla donde nos refugiamos los abandonados incomprendidos. Al mismo tiempo me dedicó la más espléndida de las sonrisas. Ella terminó su café y pasó por mi lado sonriendo de nuevo y musitando un "adiós" con un inconfundible eco de "hasta mañana". Yo, tras su marcha, ya no tenía nada que hacer allí. Regresé a casa y el resto del día careció de importancia.

            Las horas avanzaban pesadas y se alargaban como las sombras del cine negro mientras, en mi interior, crecía el deseo de volver a ver a aquella mujer, aquella mirada. ¿Quién sabe si ella era el acontecimiento que mi vida tanto ansiaba? No lo sabría describir pero había algo de eternidad en esa sonrisa. Pasaron las horas, parecieron meses y me asomé al balcón a través del cristal. La noche siguió siendo lluviosa.

               Al amanecer del día siguiente madrugué un poquito más que el día anterior. Quería afeitarme y estar algo más presentable. Tenía un presentimiento. Era una sensación extraña como si algo me asegurase que ella volvería a la misma hora, en el mismo sitio y con la misma sonrisa. El día volvió a ser lluvioso como si quisiera invitarme a poner de moda otra vez el sombrero y la gabardina. El camino hasta el Café fue mucho más liviano que el día anterior y al entrar en él, pedí otro cortado y aguardé. Al llegar la misma hora la muchacha entró por la puerta y antes de que yo me preguntara a mí mismo si podía ser cierto ese ángel terrenal, la chica me saludó con una sonrisa amplia y un sencillo pero alegre "hola". Se sentó en la misma mesa. La solución estaba clara. En otro tiempo me hubiera quedado observándola desde la mesa pero ahora que siento cómo mi vida pide urgencia y resolución, actué de forma distinta. Tomé la determinación de levantarme y acercarme hacia ella. Le saludé, me presenté con educación y ella aceptó mi sugerencia de sentarme a su lado. Al poco tiempo ya sabía que su nombre era Lucía y como si fuera una tontería, me fui enamorando de su alegría. Hablamos, reímos y sin notarlo, el sol fue devorado por la tiniebla. Para mí, en su mirada, seguía luciendo el día. Pero lo cierto es que la noche seguía siendo lluviosa y ella decidió que era la hora de marchar. Allí, en la puerta del café, observando caer la lluvia, ella volvió su mirada a la mía y después de pasar un tiempo observándonos, le pregunté:

               - Lucía, ¿dónde residen los sueños que te quedan por cumplir?

         Ante tan mágica pregunta ella se quedó pensativa y mientras observaba lentamente mis ojos, respondió:

              - Residen en el fondo de tu mirada.

              A la mañana siguiente, Lucía... el sol.



© Marcos Callau

Como no podía ser de otra manera: