martes, 22 de octubre de 2013

Adiós hiperbreve

Imagen extraída de mi-web

Trece de abril, el silencio al final se rompió en un frío mensaje con el que pretendía terminar una gran historia. Yo decidí hacer la despedida más cálida, así que la llamé. Descolgaron el teléfono pero me llevé una sorpresa al ver que ya no era ella la que hablaba. Un ventrílocuo dirigía desde la sombra a una muñeca que solo movía los labios. Fue amargo escucharle decir cosas que nunca sintió al amor de una y mil vidas. Fue triste acabar una historia teniendo que decir adiós a una marioneta de trapo con el alma robada.

© Marcos Callau

Este microrrelato fue publicado previamente en la red, en La Biblioteca de Alexandría y en La Biblioteca de Babel

Y supongo que fue escrito en alguna noche de esas en las que solo escuchaba al inolvidable Enrique Urquijo y canciones como esta: 

miércoles, 2 de octubre de 2013

La pluma esilográfica


         Don Pablo Badaguás Nieto, natural de Santa Cruz de la Serós, un pequeño pueblo de la Jacetania en la provincia de Huesca, tuvo en su infancia la inmensa fortuna de poder ir a la escuela. Este suceso era único en el pueblo y muy extraño en una época como aquella en que los curas todavía eran gente respetable y los domingos un día señalado para encontrarse con los vecinos, en misa de doce. El caso es que sus padres habían ganado no sé qué concurso radiofónico y de esta manera Pablito se convirtió en estudiante. Se desplazó a Zaragoza, donde vivía una tía suya bastante adinerada y allí completó sus estudios primarios con muy buenas calificaciones. Una vez terminados, Pablo volvió a la montaña para ayudar a su padre en las labores del campo y el ganado. Sin embargo, aquellos años en la escuela no cayeron en saco roto y en ellos adquirió la pasión por la escritura, la lectura y la gramática. Una vez en Santa Cruz, no podía dejar ni un día de escribir. Pablo llenaba hojas y hojas relatando los sucesos que acontecían en el pueblo, describiendo las maravillas con las que se encontraba en sus paseos campestres o simplemente dedicándose a sus pensamientos. Incluso llegó a escribir un diario que nunca terminó. Pero un día, mientras ojeaba el periódico, Pablo fijó la vista en el rincón de una página donde se anunciaba la organización de un concurso literario para relatos cortos, de ámbito nacional. Como premio al ganador le obsequiaban con una pluma estilográfica y un diploma en el que le acreditaban como merecedor del primer premio. Pablo siempre había soñado escribir con pluma estilográfica, así que comenzó a elaborar relatos nuevos para el concurso y a corregir los antiguos. Escribió cuentos ambientados en los rincones de su pueblo, llenos de descripciones sobre la vida en la montaña o mencionando esa perdida y olvidada iglesia, orgullo de Santa Cruz, que realmente resutla ser toda una joya del Románico más temprano. Envió un relato en cada edición del concurso y año tras año resultaba ser el flamante perdedor que siempre había sido. Pero llegó un año, cuando Pablo ya era un anciano, en que apareció en el buzón un aviso postal para notificar que su trabajo había resultado premiado. Para recoger el envío tuvo que trasladarse a la Oficina de Correos de Jaca y una vez allí, con el premio ya entre sus manos, se dirigió a la cafetería más cercana para desenvolverlo. Dentro del paquete una elegante pluma negra, acompañada por su correspondiente bote de tinta, le confirmaba que había sido ganador del primer premio. Apresuradamente, Pablo abrió un cuaderno en blanco que había comprado especialmente para la ocasión y comenzó a escribir con la pluma. Lamentablemente, al tiempo que la estrenaba, advirtió que los premios literarios no esán diseñados para un hombre de pueblo como él, ni ls plumas estilográficas para los escritores zurdos.

©Marcos Callau



jueves, 31 de enero de 2013

Lucía



           Al despertar comprobé que la mañana era lluviosa. Una ironía para comenzar mis quince días libres que me quedaban por gastar como vacaciones del año. Aún así me armé de valor y decidí salir a la calle para enfrentarme con esta estancada vida mía que, ya hace algún tiempo, va añorando un acontecimiento que la despierte del largo y tedioso letargo. Rescaté mi gabardina estilo Bogart que guardaba en el armario para el invierno y en lugar de paraguas, escogí un sombrero de esos que al ponértelo pareces estar de fiesta y cachondeo con los amigos. En los años cincuenta, si llevabas un sombrero de estos, eras un tío elegante y con clase. Hoy eres raro. Pero yo ya vengo siendo raro mucho tiempo y "el que dirán" lo dirán siempre. Los tiempos cambian y yo, por mi parte, hace mucho tiempo que me siento como si fuera Rod Taylor sin encontrar la época adecuada. Así que sigo dando tumbos. Una vez en la calle el día era frío y evitando aglomeraciones humanoides, entré en un rincón de la ciudad que adoro particularmente por parecer estancado e impasible ante el paso del tiempo. Allí encontré mi refugio en un antiguo Café que solía estar habitado siempre por señores de edad muy superior a la mía pero que poseía algo especial que me hacía sentir en casa. Mi bebida matutina fue un café cortado y mientras observaba a las personas pasar a través del cristal y del lienzo transparente de la lluvia, dibujé mi propio cuadro y empecé a soñar con un mañana mejor. Suelo soñar despierto para olvidar las pesadillas que me persiguen mientras duermo pero, en cualquier caso, mis sueños nunca se cumplen. Así, en el momento que intentaba predecir mi futuro en el negro rastro del café, desperté de súbito al fijar mi atención en un ángel que había abandonado el riachuelo callejero para atracar en una pequeña mesa apartada de aquel Café. La edad de la joven no rebasaba los 35 y su rostro aniñado era Dorian Grey en un sueño hecho realidad, sin necesidad de pactos maléficos. Mientras la muchacha sostenía con una mano la taza de café y con la otra el periódico que atraía su lectura, yo leía su cara preciosa y sus labios rojos, entreabiertos, que dejaban al descubierto una leve sonrisa de nieve. Sus mejillas sonrosadas estaban enmarcadas por una melena de noche que me hacía desear que no existiera el día. En ese momento ella levantó sus enormes ojos sinceros y su mirada náufraga encontró a la mía en la isla donde nos refugiamos los abandonados incomprendidos. Al mismo tiempo me dedicó la más espléndida de las sonrisas. Ella terminó su café y pasó por mi lado sonriendo de nuevo y musitando un "adiós" con un inconfundible eco de "hasta mañana". Yo, tras su marcha, ya no tenía nada que hacer allí. Regresé a casa y el resto del día careció de importancia.

            Las horas avanzaban pesadas y se alargaban como las sombras del cine negro mientras, en mi interior, crecía el deseo de volver a ver a aquella mujer, aquella mirada. ¿Quién sabe si ella era el acontecimiento que mi vida tanto ansiaba? No lo sabría describir pero había algo de eternidad en esa sonrisa. Pasaron las horas, parecieron meses y me asomé al balcón a través del cristal. La noche siguió siendo lluviosa.

               Al amanecer del día siguiente madrugué un poquito más que el día anterior. Quería afeitarme y estar algo más presentable. Tenía un presentimiento. Era una sensación extraña como si algo me asegurase que ella volvería a la misma hora, en el mismo sitio y con la misma sonrisa. El día volvió a ser lluvioso como si quisiera invitarme a poner de moda otra vez el sombrero y la gabardina. El camino hasta el Café fue mucho más liviano que el día anterior y al entrar en él, pedí otro cortado y aguardé. Al llegar la misma hora la muchacha entró por la puerta y antes de que yo me preguntara a mí mismo si podía ser cierto ese ángel terrenal, la chica me saludó con una sonrisa amplia y un sencillo pero alegre "hola". Se sentó en la misma mesa. La solución estaba clara. En otro tiempo me hubiera quedado observándola desde la mesa pero ahora que siento cómo mi vida pide urgencia y resolución, actué de forma distinta. Tomé la determinación de levantarme y acercarme hacia ella. Le saludé, me presenté con educación y ella aceptó mi sugerencia de sentarme a su lado. Al poco tiempo ya sabía que su nombre era Lucía y como si fuera una tontería, me fui enamorando de su alegría. Hablamos, reímos y sin notarlo, el sol fue devorado por la tiniebla. Para mí, en su mirada, seguía luciendo el día. Pero lo cierto es que la noche seguía siendo lluviosa y ella decidió que era la hora de marchar. Allí, en la puerta del café, observando caer la lluvia, ella volvió su mirada a la mía y después de pasar un tiempo observándonos, le pregunté:

               - Lucía, ¿dónde residen los sueños que te quedan por cumplir?

         Ante tan mágica pregunta ella se quedó pensativa y mientras observaba lentamente mis ojos, respondió:

              - Residen en el fondo de tu mirada.

              A la mañana siguiente, Lucía... el sol.



© Marcos Callau

Como no podía ser de otra manera:

jueves, 12 de julio de 2012

El zumo de un clochard

"Heredé una botella de ron de un clochard moribundo" (Joaquin Sabina)

 La absenta terminó con cuarenta años de malos versos escritos en servilletas de bar rodadas por los Cafés de París. El policía que encontró el cuerpo del poeta muerto rescató un viejo bloc de sus bolsillos. El policía dejó el cuerpo y triunfó como escritor. 

 ©Marcos Callau

jueves, 15 de marzo de 2012

Cena con un seudónimo


Don Raúl Mateos era un hombre muy conocido en su casa a la hora de comer y en ningún otro sitio más. Entre sus aficiones destacaba la de escribir, escribir mucho. Escribía en los Cafés, en su habitación, en la biblioteca, en cualquier lugar donde hubiera un pedazo de papel. Su segunda afición era perder concursos literarios. Siempre perdía pero él seguía presentándose. Concursaba siempre con el seudónimo de Mateos Garcías, aunque en ocasiones lo había alterado por Mateo de Garcías o Mateo de los Garcías. Últimamente se había presentado a la flor de su ciudad natal, un premio que otorgaba el diario local. No esperaba ganar. Como tampoco esperaba nunca triunfar en su tercera y definitiva afición: el amor de Flora. Flora era una muchacha hermosa, frágil, delicada y muy apetitosa, que vivía justo frente a su casa. Le escribía cartas todas las semanas y Flora las rechazaba de tal modo que hasta había llegado a amenazar a Raúl si volvía a escribirle.

Pero llegó una mañana insólita, lluviosa pero brillante, en la que el periódico local anunciaba en su portada que Mateo Garcías había ganado la flor de Villanueva del Perdedor. Don Raúl bajó corriendo al quiosco y compró tres ejemplares del diario. Dos para él, uno para su madre. Pero, mientras Raúl se alejaba del quioco, vio cómo Flora compraba un diario y leía atentamene el relato ganador del hoy ya famoso escritor Mateo Garcías. Sin pensarlo dos veces, don Raúl escribió una carta dirigida a Flora y firmada con su flamante seudónimo. En la carta citaba a Flora para cenar en el mejor restaurante de la ciudad.

Cuando llegó la noche y la hora de la cena don Raúl llegó deliberadamente temprano pues quería ver lo bonita que Flora se había puesto para él. Así, aguardó en un reservado desde donde se veían las mesitas del restaurante hasta que llegó ella. Cuando Flora se hubo sentado don Raúl Mateos salió del reservado y se presentó sonriente:

"Hola preciosa. Yo soy Mateo Garcías", dijo. Flora se levantó de golpe con un salto hacia atrás. Acto seguido llamó estúpido, gritando a Raúl y desapareció. Después de todo, a Flora nunca le había gustado cenar con seudónimos.


© Marcos Callau

miércoles, 8 de febrero de 2012

EL HOMBRE SENTADO

       
      No había podido pegar ojo en toda la noche. Todo el tiempo estuve pensando en ella, imaginándola en brazos de otro hombre. Creo que todo empezó recordándola en mis sueños pero hoy su ausencia es tan cruel que ya no me deja ni soñar. Solo tengo que pisar la calle para recordarla, en cada esquina compartida, en cada semáforo con beso incluido, en cada banco del parque. Ella está en cada rincón de esta ciudad y a la vez, demasiado lejos de aquí.

         Después de cruzar la madrugada en vela, decidí bajar a la calle para desayunar en una taberna irlandesa que acaban de inaugurar justo al lado de mi casa. Tras el café, para despejarme, salí a dar un paseo tan largo que la tarde se abalanzó sobre mí sin llegar a darme cuenta. Era una de esas tardes grises de diciembre en las que anochece tan pronto que toda la ciudad parece mimetizarse contigo en una actitud osadamente camaleónica. Mis pasos, más o menos certeros, me llevaron hasta un lugar conocido como Plaza de la Torre Nueva donde se eleva la iglesia de San Felipe y a su lado, un monumento a una torre hoy ya inexistente. En su lugar se colocó la figura de un hombre sentado en el suelo, que admira el hueco donde debía estar la torre. Esta figura sedente siempre me ha recordado a mí mismo porque lo único que hace es soñar y admirar el pasado, lo que ya no puede tener. Cuando hoy, de nuevo, me he encontrado en esta plaza he podido comprobar que un viejo camión de reparto se interponía entre el hombre sentado y su objetivo imaginario. Después de esta imagen tan desalentadora fui a cenar algo en uno de esos maravillosos establecimientos de la cercana calle Méndez Núñez. Al terminar, volví a la plaza para comprobar que, efectivamente, el camión seguía ahí pero el hombre sentado había desaparecido. Así de triste es esta ciudad al anochecer, pues hasta una estatua puede dejar atrás el pasado, antes que un hombre. Así de triste es esta ciudad de la que, sin embargo, estoy enamorado pues sé que mis pasos, más o menos desafortunados, caminarán eternamente sus grises calles de trémulos recuerdos.

©Marcos Callau